viernes, 24 de diciembre de 2010

En el Portal de Belén

En el portal de Belén hay estrellas, sol y luna. Todo tiene un sabor originario y nos recuerda los días de la creación. El tiempo en que la humanidad era inocente y en la tierra todo era amable y hermoso: todo era bueno. El Portal de Belén es un revival del Paraíso. Es como el alma de la Virgen: un reducto donde el pecado no tiene poder. Aquí todo es gracia, armonía y belleza. Aunque se cierne la sombra ominosa de un destino terrible.

La Virgen, como Árbol de la Vida, sostiene en sus brazos el fruto delicado y precioso de sus entrañas. Nos lo ofrece; y nosotros Le adoramos sin codiciar la ciencia del bien y del mal.

Como muestra de la armonía de la creación, los animales sirven de gentil compañía a la Sagrada Familia. No sólo la mula y el buey, que miran pasmados y adoran el misterio del Verbo hecho carne. O los corderos que aquí y allá nos recuerdan el destino que le espera al Niño. (La Virgen le llama «corderico mío», ¿sin saber lo que dice? ¡Vaya si lo sabe!). Sino también ardillas, liebres, pajaritos, y hasta los ratones y demás sabandijas que, lejos de ser molestas, participan del ambiente religioso y familiar. El Niño mete la mano en la hura del áspid. Todavía no hay hostilidades, pero día vendrá en que Él y su Madre aplastarán la cabeza de la serpiente.

Se suele ponderar la pobreza en que nació Jesús. La canastilla, la cuna que con amor y primor le habían preparado sus padres... todo se quedó en Nazaret. Sólo pudieron traer algunos pañales. Jesús nació pobre, sí, pero no menesteroso, porque en el Portal de Belén a la Sagrada Familia «nada le falta». Ningún niño ha dormido en colchón de plumas con la placidez de Jesús en el pesebre, carne y heno. En un tinado derruido, casi a la intemperie, el Niño no pasa frío. No corre un viento helado, sino aquella brisa del Edén, a cuyo frescor paseaban juntos Dios y el hombre.

El Padre Eterno quiso que la llegada de Cristo al mundo fuera dulce. Si hubiese querido darle ya a probar sabores acres, habría puesto aquí a Estefatón, con su esponja de vinagre. Y no la leche purísima de los pechos virginales de la Madre Inmaculada.

Esta es la hora del álef. Lo proclama la cara del buey que mira todo pacíficamente. La noche luminosa. Habrá después una hora amarga de la tau, en que las tinieblas cubran el día, pero todavía no ha llegado esa hora.

Esta noche, la Virgen da a luz a su Primogénito como a un rayo de Luz. Parto letífico. Ya llegará el día en que nos alumbre a nosotros, sus hijos pecadores, entre dolores terribles y cruentos, y frente a la amenaza del dragón.

Esta noche los ángeles cantan: «Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz a los hombres en quienes Él se complace».

domingo, 19 de diciembre de 2010

La tiara (II)

En el sacerdocio levítico, la tiara –ceñida de una sola diadema de oro– era un paramento litúrgico. Insignia del Sumo Sacerdote, quien la recibía en su consagración.
«[Moisés] le impuso a Aarón la túnica y se la ciñó con la faja, le vistió con el manto, le puso encima el efod y se lo ciñó atándoselo con la cinta del mismo efod. Luego, le impuso el pectoral en el que depositó el urim y el tummim. Le cubrió la cabeza con la tiara y puso en su parte delantera la lámina de oro, la diadema santa, como había mandado el Señor a Moisés». (Lev 8, 7-9).
La Iglesia, nueva Israel, asumió esta tradición sagrada al mantener la tiara como insignia del Sumo Pontífice. Pero las diademas pasaron a ser tres, número místico que significa plenitud, para expresar la plenitud del sacerdocio de Cristo, y también la plenitud de potestad de la Iglesia: la «tríplex potestas».

miércoles, 8 de diciembre de 2010

Purísima

¿Qué cosa más blanca que el cándido lirio?
¿Qué cosa más pura que el místico cirio?
¿Qué cosa más casta que el tierno azahar?
¿Qué cosa más virgen que leve neblina?
¿Qué cosa más pura que el  ara divina
de gótico altar?
(...)

¡Oh mármol! ¡Oh nieves! ¡Oh inmensa blancura
que esparces doquiera tu casta hermosura!
¡Oh tímida virgen! ¡Oh casta vestal!
Tú estás en la estatua de eterna belleza,
 de tu hábito blanco nació la pureza,
 ¡al ángel das alas, sudario al mortal!

Tú cubres al niño que llega a la vida,
coronas las sienes de fiel prometida,
al paje revistes de rico tisú.
¡Qué blancos son, reinas, los mantos de armiño!
¡Qué blanca es, oh madres, la cuna del niño!
¡Qué blanca, mi amada, qué blanca eres tú!

M. GUTIÉRREZ NÁJERA



Señora: las montañas
con su mantilla blanca inmaculada,
el brillo de la estrella,
el amor abnegado de las madres,
el agua casta y clara de la fuente,
el profundo saber de los humildes,
los ojos de los niños
(que pueden ver a Dios), las azucenas,
las alas de paloma,
la Caridad que no busca el aplauso
ni el agradecimiento,
la melodía de las voces blancas...
Cuanto de bello hay
en este mundo impuro, corrompido,
es un rastro de Tí, de tu pureza.
Promesa de que un día venidero
Israel llegará como una novia
hasta el solio divino,
envuelta en blanco tul y en azahar,
limpia de sus pecados (de los míos).
Y el Señor de los Cielos
al mirarla dirá: «¡Qué guapa! Tienes
los ojos de tu Madre».